En su primera epístola, el apóstol Juan hace una declaración de asombro apostólico: «Miren cuán grande amor nos ha dado el Padre para que seamos llamados hijos de Dios. ¡Y lo somos! Por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él. Amados, ahora somos hijos de Dios…» (1 Juan 3:1, 2). Es evidente el sentido de asombro en el texto de Juan. El hecho de ser hijos de Dios es algo que casi siempre damos por sentado, pero no fue así en la iglesia del tiempo de los apóstoles.
HIJOS DE DIOS
Vivimos en una cultura que ha sido muy influida por el interés que comenzó en el siglo XIX: el estudio de las religiones del mundo. Como resultado de las crecientes posibilidades de viajar, la gente de ese tiempo comenzó a conocer otras religiones que antes no conocía. Había mucho interés, particularmente en Alemania, en el estudio de las religiones comparadas. De hecho, «religiones comparadas» se convirtió en una nueva disciplina académica. Durante este período, antropólogos, sociólogos y teólogos examinaron las religiones del mundo y buscaron penetrar al corazón de cada una para destilar su esencia y descubrir similitudes entre hinduistas, musulmanes, judíos, cristianos, budistas y otros más.
Entre esos eruditos estaba Adolf von Harnack, quien escribió el libro Das Wesen des Christentum, traducido como ¿Qué es el cristianismo? En este libro, él trató de reducir al cristianismo al común denominador más básico que comparte con otras religiones. Decía que la esencia de la fe cristiana se encuentra en dos premisas: la paternidad universal de Dios y la hermandad universal de los seres humanos. El problema con la conclusión de Harnack es que ninguno de los dos conceptos se enseña en la Biblia. Aunque Dios es el Creador de toda la gente, la paternidad de Dios es un concepto radical en el Nuevo Testamento. Por eso Juan expresa una actitud de asombro cuando dice: «Miren cuán grande amor nos ha dado el Padre para que seamos llamados hijos de Dios».
Otro erudito alemán, Joachim Jeremías, realizó un estudio del concepto bíblico de la paternidad de Dios. Observó que entre el pueblo judío de la antigüedad los niños recibían instrucción sobre la manera correcta de dirigirse a Dios al orar. Es muy notoria la ausencia de la palabra «Padre» en la larga lista de títulos apropiados para Dios. En cambio, cuando llegamos al Nuevo Testamento, vemos que casi en cada oración de Jesús, él se dirigió a Dios directamente como «Padre». Jeremías dice además que, fuera de la comunidad cristiana, la primera referencia escrita que pudo encontrar de un judío dirigiéndose a Dios como «Padre» era del siglo X d. de J.C. en Italia. En otras palabras, llamarle a Dios «Padre» fue una separación radical de las costumbres judías por parte de Jesús, un hecho que escandalizó a los fariseos porque lo consideraban como una pretensión tácita de divinidad.
Hoy en día ya no se considera radical llamarle a Dios «Padre» al orar. Incluso es algo todavía más sorprendente que Jesús haya instruido a sus discípulos a dirigir sus oraciones al Padre, cuando les enseñó el Padre Nuestro (Mateo 6:9). De modo que Jesús no solo se dirigía a Dios como «Padre», sino que extendió ese privilegio a sus discípulos.
En años recientes el movimiento de la Nueva Era ha tenido tal impacto en la iglesia que hay algunos pastores que enseñan que cualquier cristiano verdadero es una encarnación de Dios así como lo fue Jesús. Esa enseñanza niega el carácter único de Cristo en su encarnación. Los cristianos que defienden esa idea se han dado cuenta de la importancia de ser hijos e hijas de Dios pero se han dejado desviar hasta el punto de oscurecer la singularidad de Cristo como el Hijo de Dios.
La filiación de Cristo es central para el Nuevo Testamento. En el Nuevo Testamento hay tres referencias a Dios el Padre hablando de manera audible desde el cielo, y en dos de ellas Dios declara que Jesús es su Hijo: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia» (Mateo 3:17; ver también los pasajes de Mateo 17:5; Juan 12:28). Por lo tanto, hay que proteger con cuidado la singularidad de Cristo como el Hijo de Dios. De hecho, se le llama el monogenes, el «unigénito» del Padre. Según Jesús, no somos hijos de Dios por naturaleza; somos hijos de Satanás. El único que puede decir que es Hijo de Dios inherentemente, es decir, de manera natural, es Jesús mismo.
En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por medio de él pero el mundo no lo conoció. A lo suyo vino pero los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio derecho de ser hechos hijos de Dios, los cuales nacieron no de sangre ni de la voluntad de la carne ni de la voluntad de varón sino de Dios (Juan 1:10-13).
El término griego traducido «derecho» en el versículo 12 es una palabra poderosa que también se traduce «autoridad». Es la misma palabra que usó la gente cuando escuchaba a Jesús predicando: «.. .les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas» (Marcos 1:22). Se nos ha dado una autoridad extraordinaria al recibir el derecho de llamar a Dios «Padre».
Entonces aprendemos aquí que ser hijos e hijas de Dios es un regalo. No es algo ganado o recibido al nacer. ¿Cómo nos llega este regalo? Pablo nos dice:
Así que, hermanos, somos deudores, pero no a la carne para que vivamos conforme a la carne. Porque si viven conforme a la carne, han de morir; pero si por el Espíritu hacen morir las prácticas de la carne, vivirán. Porque todos lo que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios. Pues no recibieron el espíritu de esclavitud para estar otra vez bajo el temor sino que recibieron el espíritu de adopción como hijos, en el cual clamamos: «¡Abba, Padre!». El Espíritu mismo da testimonio juntamente con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también somos herederos: herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados (Romanos 8:12-17).
DERECHOS DE ADOPCIÓN
Somos hijos de Dios por adopción, que es un fruto de nuestra justificación. Cuando somos reconciliados con Dios, él nos adopta en su familia. La iglesia es una familia con un Padre y un Hijo, y todos los demás en la familia hemos sido adoptados. Por eso vemos a Cristo como nuestro hermano mayor. Hemos sido hechos herederos de Dios y coherederos con Cristo. El Hijo legítimo pone a nuestra disposición todo lo que él recibió en su herencia. Él comparte con sus hermanos y hermanas toda su herencia.
Esto es algo que nunca debemos dar por sentado. Cada vez que oramos «Padre nuestro» debiéramos temblar por el asombro de ser llamados «hijos de Dios». En la familia de Dios no hay membrecía de segunda clase. Distinguimos correctamente entre el Hijo legítimo de Dios y los hijos e hijas adoptados de Dios, pero una vez que la adopción ha ocurrido ya no hay diferencia en el estatus de membrecía en su familia. Dios da a todos sus hijos e hijas toda la plenitud de la herencia que pertenece al Hijo legítimo.
En nuestra adopción como hijos e hijas también disfrutamos la unión mística del creyente con Cristo. Cuando algo se describe como «místico» estamos diciendo que trasciende lo natural y, en cierto sentido, es inefable. Podemos entender esto por medio de un estudio de dos preposiciones griegas: en y eis, y ambas se pueden traducir «en». La distinción técnica entre estas dos palabras es importante. La preposición en significa «en» o «dentro de», mientras que la preposición eis significa «entrar en». Cuando el Nuevo Testamento nos llama a creer en el Señor Jesucristo, somos llamados no solamente a creer en algo sobre él, sino a entrar en él.
Si estamos afuera de un edificio, para entrar debemos pasar a través de una puerta. Una vez hecha la transición, habiendo cruzado el umbral del exterior al interior, estamos adentro. Entrar es el eis y, una vez adentro, estamos ubicados en. Esta distinción es importante, porque el Nuevo Testamento nos dice que no solamente hemos de creer entrando en Cristo, sino que también los que tienen fe genuina están en Cristo. Estamos en Cristo y Cristo está en nosotros. Hay una unión espiritual entre cada creyente y Cristo mismo.
Además, todos somos parte de la comunión mística de los santos. Esta comunión mística es el fundamento para el compañerismo espiritual trascendente que cada cristiano disfruta con todos los otros cristianos. También tiene un impacto moderador en nosotros. Si tú y yo estamos ambos en Cristo, la unión que compartimos trasciende nuestras dificultades relaciónales. Esto no es solo un concepto teórico; el lazo de unión de esa familia es más fuerte incluso que el que disfrutamos con nuestra familia biológica. Este es el fruto de nuestra adopción.
Fuente: TODOS SOMOS TEOLOGOS Una introducción a LA TEOLOGÍA SISTEMÁTICA, R.C. Sproul, Editorial el Mundo Hispano, El Paso, TX, 2015.